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CONTRA INVASION

Capitulo I

En la ruidosa sala de espera del aeropuerto de Puerto-Príncipe, yo trataba de matar el tiempo como podía. Uno siempre llega con antelación en los aeropuertos. Las agencias de viajes y la prudencia te recomiendan estar presentes dos horas antes de la salida del vuelo.

En los lugares con servicio de transito eficiente, suelo decirme que no valía la pena cumplir con esta exigencia de manera estricta.

Pues para un vuelo que va a abarcar más de trescientas personas, si todo el mundo llega dos horas antes, no van a ser atendidas todas a la misma hora. Se tomará casi una hora para hacer los trámites a las dos-cientos-noventa y nueve  y si yo llegaba hora y media antes, me daba tiempo cumplir con todas las formalidades antes de la salida del vuelo.

Generalmente esta reflexión, un tanto descabellada llevada a la práctica, da buenos resultados. Nunca he perdido el vuelo por llegar atrasado al aeropuerto.

Pero en Puerto-Príncipe, más valía aun ser precavida.

Pues uno nunca sabe.  Ahí todo es improvisación. Los factores que pueden modificar el curso de los eventos son tantos que la más mínima realización podía tomar forma de un enorme milagro y contorno de una gigantesca proeza.

Efectivamente se recomienda presentarse al aeropuerto tres horas antes del vuelo. Para aquellos quienes viven en el centro de la ciudad, se sabe que hay que salir de la casa una hora antes de estas tres horas.

Fácilmente, sin razón específica, un trayecto de cerca de siete kilómetros puede durar horas.

Yo había salido con tiempo suficiente.

A pesar de varios tapones que crucé en ciertas intersecciones con famas de ser calientes por el gran número de vehículos circulando de manera desordenada, llegué al aeropuerto dos horas y media antes de la salida del vuelo.

Los trámites duraron muy poco. Pues, esta vez yo no viajaba lejos. Yo iba a cruzar la frontera a bordo de un avioneta de unos poco sillones. Menos de veinte.

Era bastante sorprendente constatar lo costoso que resultaba hacer este viaje de veinte minutos en un avión normal.

Sumando los precios de los boletos, los impuestos que cobra el gobierno, el derecho de entrada del otro lado de la frontera el precio alcanza casi lo que se paga para cruzar el atlántico durante siete horas entre ciudades de Europa y ciudades norteamericanas.

Los profesionales en la materia indican como razón, el número tan reducido de líneas aéreas que desirven estos trayectos.

Para ese vuelo, no se había preparado una sala particular.  Cada viajero hacia como podía  para acomodarse. Los pasajeros eran más numerosos que las sillas de la sala de espera.

Varios aviones con gran capacidad estaban preparándose para llenarse y salir hasta su destino hacia  las ciudades de Miami y de Nueva york.

Estos vuelos representaban a ellos dos lo esencial del tráfico aéreo constante del aeropuerto que lucía por esta vez limpio, más organizado y menos desordenado que de costumbre.

Pues, muy poco tiempo antes los oficiales habían inaugurado el recinto después de unos trabajos de reconstrucción y remodelación.

El ruido era a pena soportable.

Las voces sumaban una cacofonía desmembrada que repercutía bajo forma de dolor al oído.

Resultaba muy difícil entender los mensajes que difundían las portavoces que anunciaban la salida de los vuelos y las convocatorias personales dirigidas a particulares con problemas con sus vuelos o sus documentos de viaje.

Pude sentarme.

Varias personas salieron en fila india hacia la puerta número tres, dejando vacías más de mitad de las sillas.

Mi vuelo salía dentro de dos horas. El tiempo parece largo. Los minutos duraban más de noventa segundos. Y los segundos eran interminables.

Ya había gastado las cinco vidas del juego tonto de mi teléfono portátil  que juego cuando no deseo utilizar mi cerebro. No era aconsejado seguir usando el  aparato ya que se estaba descargando y la sala del aeropuerto no disponía todavía de esta modernidad que reclama todo usuario de aeropuerto es decir puesto para cargar teléfono y puestos wifi.

Saque mi tableta de mi bulto.

La carga correspondía también a menos de la mitad.

Yo Necesitaba un soporte para escribir. Es una manera muy interesante de matar el tiempo. Me encanta utilizar el ambiento de las aeropuertos, de las estaciones de trenes y autobuses para escribir.

Ahí cada cual está en sus cosas. Cada quien esta en su mundo.

El viajero solitario casi no existe.

Los demás están en lo suyo. Algunos buscan la salida. Otros corren porque ya el vuelo o el tren están a punto de partir.

Otros ya deben buscar otra manera de irse por razones diversas sus medios de transportes se fueron sin ellos.

Para aquellos quienes llevan problemas que resolver y aquellos que van con soluciones esperándoles una vez alcanzado su destino final el viaje conlleva unas características particulares.

Las miradas lanzadas son puros movimientos de los ojos. No llevan ni reflejos ni expresiones.

Es como si yo estuviera en una balsa de cristal que me proporcionara un asilamiento saludable para estar conmigo mismo y expresarme de las maneras las más puras y las más idóneas posibles.

Cargaba también en mi bulto lápices de carbón y papel. Lo indispensable para escribir, hasta hace poco. La verdadera forma de escribir. Pero para conservar lo escrito y  poder seguir con las ideas pasadas ciertas circunstancias, valía más usar las funciones de estos aparatos sin los cuales no sabemos existir hoy en día.

Tomo mucho placer en dibujar letras y signos con un lápiz de carbón en una hoja de blancura inmaculada.

Ahí puedo aplicar las técnicas de caligrafía aprendidas en la escuela primaria. Además,  las emociones se plasman en las letras y entre las líneas.

La barra de la letra “T” o el punto de la “i” no se asemejan según que se escriba “tu maldita madre” o “mi cielito azul”.

El inconveniente reside en el hecho de que yo no soy  ni muy organizado y menos meticuloso. La hoja escrita hoy puede desaparecer para siempre o perderse entre páginas de libros que nunca leo o dentro de carpetas que no vuelo a abrir en diez años.

Eso no ocurre si después de escribir con lápiz y papel se toma otro tiempo para digitalizar y hacer de este texto un documento que se puede salvaguardar en un disco duro o una llave tipo USB.

Yo  me conformé pues  a la moda y su modernidad para escribir por el teléfono o por la tableta.

Los que conceptualizan estos materiales para su mejor utilización han entendido el dilema y han trabajado para aportar soluciones al problema.  Los teléfonos portátiles y las tabletas hoy en día proponen un lápiz y un programe que  permita escribir caligrafiando. No son perfectos pero ayudan.

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